Multiplicó
su arte a través de la radio, el cine y las numerosas canciones que grabó. Fue
un adelantado que supo aprovechar la evolución de la tecnología de la época. La
pinta, la sonrisa inmarcesible, el timbre de su voz y su carisma, todos esos
ingredientes forman una combinación irrepetible y, si no milagrosa, mágica o
casi mágica.
Los
tangos grabados en Nueva York, con arreglos de Terig Tucci, le abrieron las
puertas del éxito. Gardel había decidido, a regañadientes, despojar sus
canciones de términos lunfardos y del acompañamiento de guitarras con el fin de
extender su fama internacional. No le fue fácil acostumbrarse a la orquesta.
—Más
que arreglos son desarreglos —decía—. El oboe y la flauta me confunden. Sacalos,
que me están haciendo un lío.
Encima,
querían hacerlo cantar en inglés. De hecho, llegó a grabar en ese idioma,
aunque él se resistía.
—Mi
idioma, señores —explicaba—, es el español. O mejor aún, el porteño.
El
veinticuatro de junio de 1935, moría en un accidente cuyas causas, aún hoy, a más
de siete décadas de aquella tarde trágica en el aeropuerto Olaya Herrera de
Medellín, no han sido aclaradas del todo. El trimotor en el que viajaba con sus
acompañantes, un F-31 conocido como “El ganso de hojalata”, debía viajar a Cali.
El Zorzal realizaría allí una de sus últimas presentaciones en suelo
colombiano. La boletería estaba agotada desde el día anterior.
De
origen humilde, Gardel logró dejar una huella. Representa al hombre que ha
triunfado en el mundo. Con suerte, pero también con talento y esfuerzo. Su voz
despierta emociones, provoca admiración, tiene un algo, entre mágico y divino,
que otros cantores no logran transmitir. No tuvo ataduras sentimentales ni
descendientes y se vio sorprendido por una muerte feroz.
A
un costado de la pista, el trimotor Manizales espera su turno para el despegue
rumbo a Bogotá. Permanece con los motores encendidos, los tanques llenos de
combustible, los pasajeros a bordo.
En
el F-31 van trece ocupantes. Lleva además instrumentos musicales, maletas y 450 galones de
combustible en los tanques de las alas. El avión comienza a carretear por la
pista.
—Che,
piloto —bromea Gardel desde su asiento—, este aeroplano parece un tranvía
Lacroze.
Recorren
doscientos metros, el F-31 sufre una desviación y se estrella contra el
Manizales.
Las
dudas sobre su sexualidad, sobre su lugar de nacimiento y las versiones sobre
el accidente no hacen más que alimentar el mito. El chamuscado pasaporte
indicaba que era de nacionalidad uruguaya. Se sabe que el Morocho nació en
Francia pero tenía el corazón puesto en Buenos Aires.
Boca
abajo, pisado por las válvulas de uno de los motores, su cuerpo es alimento
para el fuego. Tiene una cadena de oro como especie de pulsera en una muñeca. De
su ropa cuelga otra cadena con una medalla en la que puede leerse: Carlos Gardel, Jean Jaures 735 Buenos Aires.
Las
partituras originales de Cuesta abajo
flamean en la pista, casi intactas, como si quisieran remontar vuelo.
Cada
veinticuatro de junio, una multitud se congrega frente a su tumba para rendirle
homenaje. Gardel está presente allí donde su cuerpo descansa, pero también en
la estatua emplazada al lado de la bóveda. El bronce que sonríe.
Alguien,
un tipo con sombrero, encastra entre los dedos de la estatua un cigarrillo
encendido; otro le coloca flores. La estatua, como a punto de cantar, con el
humo azul que se eleva perezoso y un clavel en la solapa izquierda, se
humaniza. El ídolo al alcance de la mano.
En
algún lugar, en este instante, los parlantes de un viejo tocadiscos escupen la
mugre acumulada en los surcos del tango Mi
noche triste. Un hombre escucha, sentado, bien atento, balanceándose con
las manos sobre las rodillas. Su nombre no importa. El hombre piensa lo mismo
que otros han pensado: Mientras exista un disco de Gardel sobre la tierra,
todos los cantores van muertos.
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