domingo, 5 de octubre de 2008

El cadáver imposible, de José Pablo Feinman

Por Norberto Zuretti

Hace un rato me recosté a dormir una siesta. Dormí unos minutos, estaba pensando en algo que había escrito Carlos en un mail al taller. Decía algo así como claro, si yo soy Pepe, y enseguida algo relativo al hecho de describir –durante el proceso de escritura- el traslado de los personajes de una escena a otra.
Cuando volví a la página, el mensaje tal no estaba.
(Seguramente que si yo tuviera un analista, me haría registrarlo como alguna de las razones que me llevan a escribir lo que escribo)
Igual no importa.
O fue otra vez mi dedo caprichoso y distraído que pulsó teclas equivocadas borrándolo, y entonces lo habré soñado.
O tal vez soñé que había leído tal cosa.
Pero quedó la asociación, otra de las mías.
Que me remitía a José Pablo Feinman.
En los últimos meses leí tres de sus novelas, Ni el tiro del final, El ejército de cenizas, gracias a Tere y a Dani, y El cadáver imposible, que descubrí por ahí.
La asociación me trajo a esta última.
A una serie de escenas de esta novela en las que el autor interactúa con su narrador, y se refiere desde las distintas posibilidades que puede seguir la historia, hasta las distintas formas de narrarlas, en un cuestionamiento continuo del proceso narrativo.
Se trata de una búsqueda de una forma expresiva distinta, crítica.
Y una búsqueda permanente de la complicidad del lector, que si continúa la lectura se convierte en cómplice, y así lo da a entender.
Toda esta novela se puede leer como un Manual práctico para cualquier escritor.
Viene muy bien como lectura de taller, para luego comentarla, sobre todo porque se refiere justamente al proceso de escritura, los planteos del escritor frente a su obra, las relaciones con sus personajes, con su lector ideal, consigo mismo frente a lo que cuenta.
Se trata de una ficción dentro de otra. De un libro que lleva el nombre de El cadaver imposible, y consta de un único capítulo que se llama Carta al Editor. Dentro, por supuesto, está la nombrada carta. Esa es la novela.
Un párrafo del comienzo, en el que ya el narrador establece el planteo, los códigos de la relación que, a continuación, mantendrá con el Editor, léase lector.
No soy el protagonista de esta historia, pero soy su más privilegiado testigo. Y, en cuanto tal, seré su narrador. El narrador de esta historia, nada menos. Se preguntará usted, entonces, ¿qué historia es ésta? Se lo diré: es la historia de una seducción. Escribo para mentirle, para deslumbrarlo, para seducirlo. He aquí mi programa literario: quiero estar en su prestigiosa antología y no ahorraré una sola gota de sangre para lograrlo. Comienzo, por consiguiente, el vertiginoso relato de los crímenes que cautivarán su conciencia.
Ella se llamará Ana. Un nombre, lo sé, breve. Pero necesariamente breve, señor Editor.
A partir de estos párrafos, ya tenemos el tono, ya decidimos si seguimos o lo dejamos, si puede o no interesarnos.
A mí me enganchó, teniendo en cuenta que no se trata de algo repetitivo, recursivo del autor. Lo sentí como un relato con mucho aire, con descansos, como si la ironía recurrente diera respiro a tanta crueldad.
Podría decirse que la narración avanza por dos planos, o más, pero fundamentalmente dos, el de la historia de Ana, y el de las disquisiciones del narrador.
Me parece excelentemente trabajado el plano narrativo correspondiente a Ana:
Un policía se acerca a la pequeña Ana. Señalando la casa en llamas, le pregunta:
-¿Vivías allí?
Nuestra pequeña asiente con un movimiento leve de su cabecita. Y dice:
-Sí, señor.
Pero se complementa con el del discurso del redactor de la carta, el narrador, y están tan encadenados el uno con el otro, que no tendrían valor en forma independiente.
Y bien, ahora sí: nuestra pequeña gran escena inicial desquiciadora ha concluido.
¿Qué tenemos hasta aquí? ¿Qué le he ofrecido, señor Editor? No poco, creo.
El narrador hasta se toma la licencia para provocarnos, descaradamente, apenas encubierto en la credibilidad que le otorguemos a sus fantasías. Y se atreve a más, porque sabe que nos tiene ahí, detrás suyo.
Repasemos: el despertar de una niña en mitad de la noche, un acto sexual violento, salvaje, dos crímenes a cuchillo, un pavoroso incendio, el perfume (atroz) de dos cuerpos carbonizados y las lágrimas (lentas) de una niña temblorosa, desamparada para el resto de sus días.
Pude, lo sé, haberle ofrecido más. Y pondré sólo un ejemplo para que perciba usted las infinitas posibilidades del arte de narrar.
A mí, estas disquisiciones me parecen asombrosas, sumamente simpáticas, divertidas, tal vez porque las vivo tal cual y se me repiten cada vez que estoy escribiendo algo, e infinidad de veces me deliro en medio de estos argumentos dialécticos que se convierten en verdaderos encierros.
Y Feinman utiliza estos planteos, evidentemente muy comunes entre los que escribimos, y los vuelca en su historia, se despoja él de sus fantasmas, y lo logra, nos los traspasa.
Lo digo en la medida de lo que me llega su ficción, y lo que él, a través de su remitente/narrador, va comentando sobre su propio proceso creativo. Sin límites. Hasta puede pensar por qué otros derroteros podría haber llevado sus personajes.
Pude, y he aquí el ejemplo, haberle narrado cómo una de las vigas en llamas se desprendía del techo y caía, ¿estrepitosamente?, sobre una pierna de la pequeña Ana. ¿Qué hubiera logrado con esto? Caramba, ¿no lo ve usted? Hubiera logrado una pequeña Ana coja. Coja para siempre. ¿La imagina o no? La gran escena inicial desquiciadora no sólo habría dejado entonces una marca psíquica en nuestra pequeña, sino también una marca física.
¿Qué opina?
¿Lo hago o no?
¿Tenemos o no tenemos una pequeña Ana coja?
Supongamos que archivo la idea, que me la reservo, que haré uso de ella sólo si el relato se debilita…
Y por supuesto, tiene la licencia hasta de adelantarnos que tal detalle podrá tener relevancia en un futuro de la historia. Nos avisa que registra el dato, para usarlo si le resulta necesario. No deja de mezclar los planos narrativos, como si fuera uno solo.
Este próximo párrafo contiene probablemente la razón de mi asociación inicial, con aquellas palabras de Carlos o Pepe, de un mail o de un sueño, sobre el traslado de personajes en las narraciones. Es un recurso que reitera un par de veces con otros argumentos.
Este narrador aprovecha hasta sus elucubraciones más internas para avanzar con la historia. Se lo permite el encuadre de la novela, la carta dirigida al Editor.
Esta historia no es posible sin estas intromisiones.
Dije que penetrábamos aquí en una zona brumosa de la narración. En efecto, el tiempo debe transcurrir. Necesitamos un pasaje de tiempo. Ana, pues, deberá ser derivada de un Reformatorio a otro. Entre tanto, crece.
Pero no es necesario que la veamos crecer, ya que tal como en las películas (soy muy afecto al cine, ¿lo es usted?) pondremos aquí un cartelito. El cartelito dirá:
CINCO AÑOS MÁS TARDE
Reencontramos a la pequeña Ana en la pequeña ciudad de Coronel Andrade. (Observe la simetría: una pequeña ciudad para la pequeña Ana.) La ciudad fue fundada en 1829 por un coronel que perseguía a través del desierto a un enemigo inexistente…
Más licencias para este autor, quien las aprovecha todas. Este Coronel Andrade, no sé si fue un personaje real de nuestra historia patria, pero no importa demasiado, resulta que sí es un personaje de otra novela de Feinman, El ejército de las cenizas, que tanto le gustara a Dani.
Y de este personaje tomaron el nombre para la ciudad en la que ahora, ahora es el tiempo de esta otra novela, la que estamos leyendo, en la que vive Ana.
El Hotel –se refiere al Reformatorio- tiene sótanos, cocinas, hornos, pasillos laberínticos, habitaciones varias. Nada le falta para la escenografía del horror. Nuestro relato ya tiene su espacio, su marco implacable.
Y ahora la vemos. Ahí está nuestra pequeña…
Se podría decir que se nota muy premeditada la parquedad en las descripciones, como un manifiesto desagrado, una forzada distancia, por ello lo escueto, lo caricaturesco. El permanente cuestionamiento a la forma.
Noto un ligero abuso en esto de recalcar las reglas. Por momentos se me vuelve un poco repetitivo, cansa un poco, pero se equilibra con el avance de la historia, con el otro plano, el de la ficción dentro de la ficción.
Y aquí abandonamos a Elsa Castelli y Heriberto Ryan, y si usted me preguntara por qué, le respondería una vez más: arbitrios de la creación. En alguna parte, al fin y al cabo, he leído que una novela es una aventura subjetiva en la que un escritor narra el mundo a su manera, y que solo se le puede exigir que tenga una manera, es decir, el arte de organizar el universo en una ficción. Bien, ¿necesito decírselo?, yo la tengo.
Contando episodios con unas internadas del Reformatorio.
Se puede ver cómo lleva el lenguaje al extremo, hasta pareciera que se regodea en estas idas y vueltas que, en lugar de referirse a la historia propiamente dicha, se refieren a lo qué pasa por la cabeza del autor que se esconde detrás de este narrador tan particular.
Una se llama Carmen y es gorda. Otra se llama Rosario y es flaca. Otra se llama Judith y es alta. Otra se llama Natalia y es baja. Poco importa si Carmen es alta o baja. O si Judith es gorda o flaca. O si Rosario es alta o baja. O si Natalia es gorda o flaca. Poco importa. Son, esencialmente son, como he dicho que eran: Carmen es gorda, Rosario es flaca, Judith es alta y Natalia es baja. Todas tienen entre dieciséis y diecisiete años.
Supongamos que se sientan (¿se conjuran?) alrededor de una mesa.
Sobre la mesa hay una vela que despide una luz amarillenta y escasa.
Algunas ratas corretean por el piso. Hay enormes telarañas. Hay murciélagos. A través de un alto ventanal se filtra la también escasa luz de la luna.
Carmen, que es gorda, dice:
-Tenemos que matarla.
La parquedad narrativa me parece una de las características más manifiestas de la novela. Siempre en el plano que narra la historia de Ana
Y está en contraste con la exuberancia del discurso del narrador.
Sé lo qué está pensando. Se dice usted: prometió no narrarme la historia de Cosecharás el amor y me la está narrando. Mire, no es así. Confieso que me gusta narrar y que, por tal condición, con frecuencia me desquicio. Pero no es éste el caso. Solo le estoy narrando algunas líneas de la telenovela para que usted comprenda cómo y por qué en Cosecharás el amor se dicen ciertos textos que serán fundamentales para nuestra, nuestra, historia. Este sub-plot, en suma, es necesario.
Continúo.
Ana no tiene sosiego durante ese fin de semana.
Otro recurso que emplea repetidamente, son las notas al pie de página.
Por momentos se abren distintos caminos que el narrador/autor sugiere en sus acotaciones.
No sé si lo ha notado usted. Sea como fuere, se lo digo: he dejado de subrayar eso que, al inicio de este relato, denominé adjetivos de dudoso gusto. La razón es, para mí, contundente: no los hay. Entre el minimalismo y el folletín, se desliza mi prosa. Toda cortedad es deliberada y precisa. Todo exceso también.
Se lo pregunto otra vez: ¿usted tolera mi vanidad?
Usted, lector, ¿me aguanta?
Y sigue escribiendo, para los que lo aguantan, por supuesto.
No le miento en mi ficción. Quizá toda ella es una mentira. Pero, internamente, la lógica del universo que he construido es inflexible.
Y hay bastante más por delante, siempre con el mismo discurso y tono, el mismo clima, un excelente manejo del tiempo narrativo, se mantiene constante, no decae, se hace agradable leerla, una vez uno acepta el juego y que lo estén increpando cada tanto.
Pero aquí lo dejo, así no descubro lo que queda que es mucho más de lo que nombré, quedan dentro las nuevas historias, los demás crímenes, la razón del título, perfectamente encubierta hasta las últimas líneas.
Que hay mucho más, pero cada uno verá.
Lo que sí es cierto, es que se puede tomar como un manual, no para copiarlo y escribir igual, pero sí en el sentido de oírnos a nosotros mismos, de encontrarnos en algunos tics de este narrador, de aprender a no tener miedo de cometer errores, replanteárnoslos –aquí no sé si está bien escrito pero para justificar lo que digo lo dejo-, experimentar, tocarlos, pegarles, jugar con ellos que no son fantasmas, no muerden, no contagian, no duelen, apenas nos distraen cada tanto. Y por suerte, se espantan fácilmente.
Huy. Qué largo se hizo.

viernes, 19 de septiembre de 2008

El loro de Flaubert, de Julian Barnes

por Myriam

Un estudioso de la vida de Flaubert, el Dr. Geoffrey Braithwaite (y para esta cita me he tenido que volver al libro), del que sabemos que es viudo porque lo dice, se va a visitar la ciudad natal de Flaubert en un intento de dar a su investigación más profundidad y rigor. Se encuentra con que hay dos museos, uno en Rouen y otro en Croisset, y que en ambos se expone al “verdadero loro de Flaubert”, taxidermizado, por supuesto. No puede decirse que sea una novela, pero tampoco es un ensayo. Es ficción, y de pronto te parece estar hablando con Julian Barnes, o te parece estar escuchando sus diatribas contra “El idiota de la familia” de Jean Paul Sartre, o estar escuchando sus secretas burlas a “La orgía perpetua” de Mario Vargas Llosa”. Lo cierto es que tanto en el terreno de la biografía ficcionada como en el del ensayo histórico literario, Barnes no deja agujeros. Para quien no espera leer una novela sobre el loro de Flaubert o sobre Flaubert y se deja asombrar por las bromas de estilo y forma que propone Barnes, es una lectura deliciosa.

domingo, 22 de junio de 2008

El primo Basilio, de Eça de Queirós

Carlos

Después de leer La reliquia no tenía más remedio que zambullirme en esta otra novela —la más famosa de Eça de Queirós— sobre todo después de que Senta dijera que le gustó más que Madame Bovary, de Flaubert.

La novela en cuestión fue escrita por el portugués en 1878, es decir, a últimos del siglo XIX, un tiempo en el que lo que se llevaba era el realismo. Es una novela que nos habla de adulterio, el adulterio de una mujer, un tema escandaloso en su tiempo y que casi se constituyó en género literario durante la segunda mitad de ese siglo, a juzgar por las memorables obras que se fueron sucediendo. Recordemos, por ejemplo, que en 1857 se había publicado Madame Bovary, que colocó el listón muy alto. Dieciocho años después, entre 1875 y 1876 Tolstoi publicó su Ana Karenina. Dos años más tarde aparecía la novela de Eça de Queirós y entre 1884 y 1885 se publicó La Regenta, de Leopoldo Alas, Clarín.

Eça de Queirós había leído Madame Bovary, por supuesto. Y le había impresionado. Se puede decir que él mismo se reconoce como influido por la novela de Flaubert. Y no sólo por él, también hay en El primo Basilio bastante de Eugenia Grandet, de Balzac. Un primo guapo, arrogante, cosmopolita, calavera, llega a perturbar el sosiego burgués de la prima inexperta, y la deslumbra con sus maneras y la enamora con su desenvoltura y su insistencia. Aquel primo buscaba dinero, el primo Basilio busca una aventura sexual, una amante para cuando sus continuos viajes le traigan por Lisboa.

La influencia de Flaubert es mayor, la novela está recorrida por la zozobra de la conquista, los deleites de los encuentros furtivos, la desolación por el abandono del amante, el chantaje, la presión, la desesperación. Y finalmente la muerte de ella (el que la hace la paga). El marido en ambas novelas es un ser abnegado que no parece merecer que lo engañen.

A Senta le gustó más la obra del portugués. Yo sigo encontrando Madame Bovary superior, porque no sólo es un argumento, sino una manera endiabladamente hermosa de escribir. La obra de Flaubert tiene algunas escenas, como la de los comicios campestres, o la escena erótica del coche de caballos, que han pasado a la historia de la literatura.

Pero es un error seguir comparando ambas obras, lo comprendo. Lo enmiendo.

El primo Basilio es una gran obra. Sin duda. Eça de Queirós era un hombre mucho más progresista que Flaubert, toma partido (dentro de su aparente neutralidad) de una manera más clara que el francés, por una renovación de la sociedad portuguesa. Era un burgués que vivió muchos años en el extranjero, en Francia, en Inglaterra. Retrata a la burguesía lisboeta como atrasada, paleta, prisionera de sus contradicciones, de su moral y hasta de sus caducos gustos literarios, anclados en el Romanticismo, cuando eso ya no se lleva ni en el mango de un paraguas. La admiración que siente por la libertad que ha saboreado en el extranjero, en otras sociedades más permisivas y más cosmopolitas, se transmuta, en sus personajes más odiosos en desprecio hacia lo portugués, pero el lector sabe que esa es sólo la lectura más tremebunda, aunque hay sin embargo que admitir que es necesario un cambio, una revolución en las costumbres, tal vez incluso una revolución social.

Los personajes femeninos son deliciosos, complejos, contradictorios. La criada chantajista nos hace odiarla hasta la extenuación, pero, al mismo tiempo, tiene momentos en que se nos muestra más humana, más frágil, intuimos sus necesidades, casi comprendemos que quiera sacar partido de una ocasión que le depara la vida. Doña Felicidad, con sus eternos flatos y su obsesión por cazar al consejero Acacio, es la única que se muestra cristianamente compasiva con la criada muerta, cuando el resto de los burgueses se desentienden de ella. Y Luisa, la protagonista adúltera, es un personaje muy rico en matices, capaz de, en escasos minutos, entusiasmarse con una idea, atemperar su emoción, introducir dudas muy racionales, situarse en las antípodas de lo que creía o quería hace un momento, y regresar suavemente a la ilusión primitiva. En ocasiones tanta mudanza llega incluso a parecer excesiva complicación.

Entre los hombres, la riqueza de caracteres es menor. El personaje más completo sería Sebastián, el amigo del marido de Luisa, un hidalgo, un caballero, un solitario; conservador y al mismo tiempo acreedor de la confianza de la adúltera, tal vez enamorado platónicamente de ella.

El lector español encuentra en algún sentido más próximos a los personajes de El primo Basilio, después de todo hay en toda la historia un común denominador ibérico. Más cercanos los personajes, que los de Madame Bovary, más domésticos, más asequibles, más humanos, más nuestros. La acción se mantiene tensa, si bien en ocasiones se tiene la sensación de que sobran folios. Sobran ojos inyectados, arias de ópera, escenas soñadas y hasta escenas vividas.

Me pregunto si a finales del siglo XIX era realmente inevitable que el personaje de la adúltera muriera. Si, a pesar de su talante progresista, el autor decidió que la mujer debía recibir un escarmiento, por la buena salud mental de la comunidad, o bien si la intención es otra: cargarnos a nosotros con el cadáver, en tanto que habitantes o herederos de una sociedad anticuada y educadamente bárbara. Si la muerte de la heroína nos supiera a poco, el anticlímax con que acaba la novela nos resulta perturbador y nos ayuda a señalar un culpable a tanta desgracia.

sábado, 12 de abril de 2008

Garabombo el invisible, de Manuel Scorza, por Carlos

por Carlos

Miren, para no cansarles mucho:

Todos los serranos miran en tensión cómo Garabombo, el invisible, entra en el Puesto de Mando de la Guardia de Asalto para, espiar sus planes de represión. Los serranos de Chinche (los chinchinos) pueden verlo, pero los forasteros no:


«Entonces todos comprobaron que Garabombo era verdaderamente invisible. Antiguo, majestuoso, interminable, Garabombo avanzó hacia la guardia de Asalto que bloqueaba la Plaza de Armas de Yanahuanca. Sólo perros nerviosos habitaban la friolenta soledad» […] «atravesó la calle. ¿Lo veían o no lo veían? El mismo Melecio Cuellar, su cuñado, se hundió las uñas en las palmas sudorosas?» […] «Se congelaron mientras reptaba el tiempo que Garabombo empleó en emerger, de nuevo, en la puerta. Por fin salió del Puesto. En la orilla de la plaza se detuvo, miró a los chinchinos y soberbiamente se sopesó los testículos. Era valentísimo pero jactancioso».


Algunas perlitas. ¿A quién dirían ustedes que recuerda esta prosa? ¿A García Lorca tal vez?
«En la hipocresía de la madrugada, disimulados, distinguieron los capotes y los cascos fantasmales»
«En silencio ganaron la pálida enormidad de la pampa de Chinche»
«La luna fulguraba sobre los perros tirados» […] «La luna lamía las cruces»
«Un domingo surcado de cicatrices atravesó la pampa: comenzaba un diciembre que, antes de implantar su rigurosísima tiranía, toleró un lunes de claridad embriagadora».
«Entonces estalló el relámpago de hocicos»

Hay una escena bellísima. Los serranos han invadido las haciendas y se han instalado allí a vivir. De pronto llega a caballo una comisión a parlamentar: los guardias y un representante del Gobierno. Se acercan al grupo más significado de chinchinos y piden que se individualice su jefe o portavoz; quieren un interlocutor para apremiarle al desalojo, para evitar un baño de sangre etcétera. El grupo de serranos está en realidad dirigido por Garabombo, que ha llegado a ser un mito entre ellos; en él confían, en su valor, en su capacidad de persuasión, en su naturaleza de dirigente. Garabombo está presente en ese momento, en primera fila, delante de la autoridad, pero los enviados por el Gobierno parecen no verlo; al fin y al cabo es invisible. Sin embargo Garabombo presiente que esta vez no tienen más remedio que verle, porque después de todo el interés es pragmático por naturaleza. Scorza nos narra la tensión del momento, la tribulación de los serranos.


«—¿Me oyen? Quiero hablar con los que tengan mandato. ¿Quién manda? —gritó el subprefecto.
¡No reparaba en el bulto parado a tres metros de su bayo!
—¿Quiénes son los responsables? —insistió la autoridad.
¡No lo veían! El terror embalsamó a la multitud. ¡No lo veían!
Sudando, Cayetano intentó avanzar. Garabombo lo detuvo con un gesto. Avanzó un paso.
—¡No lo ven!
—¡Es imposible que no lo vean!
—¡No estás viendo que no lo ven!
El escalofrío siguió su viaje por la muchedumbre.
—Yo represento, señor —murmuró, tranquilo, Garabombo.
El Subprefecto Valerio parpadeó y sólo después de un instante que duró meses, lo reconoció.
—¿Cómo estás, Garabombo? ¿Túmandas?
—Aquí nadie manda, pero yo represento. ¡Hable conmigo!»



Magnífica la tensión que acumula con las admiraciones. La masa está aterrada de pensar que su portavoz no puede ser visto ni escuchado. Finalmente la frase magistral: «El Subprefecto Valerio parpadeó y sólo después de un instante que duró meses, lo reconoció». Una frase larguísima que no permite una coma hasta un segundo antes de poner el as sobre la mesa: «lo reconoció».

Y qué voy a contarles, la novela merece la pena, aunque la realidad es algo inaprehensible. Esa masacre deslumbrante, en la que cada serrano que matan los guardias es una mosca que escapa de su cuerpo diciendo ¡Sío!, como decían los quéchuas que ocurre al morir un hombre (Dioses y hombres de Huarochiri). Ese jinete derribado por un tiro, que se «chorrea del caballo»

La Hora azul, de Alonso Cueto

por Carlos

      Cueto nació en Lima en 1954. Ha escrito algunas colecciones de cuentos y ha tenido un considerable éxito de crítica con la novela Grandes Miradas (2005), publicada por Anagrama. En Noviembre de 2005 obtuvo, con La hora azul, el premio Herralde.

      Cueto nos cuenta en esta novela la historia de un abogado limeño de éxito cuyo padre, comandante de la marina peruana, tomó parte en la represión de los senderistas en Huamanga. Sus hombres secuestraron una serrana muy joven para él que, después de pasar un tiempo indeterminado con el comandante, consiguió huir del cuartel. Con ocasión de la muerte de su madre, el abogado recuerda que su padre, al morir años antes, le había pedido que buscase a esa chica, que había huído (según se sabe luego) embarazada de él.

      El abogado se obsesiona con la búsqueda de esa mujer a quien encuentra en una peluquería limeña. Se llama Miriam. Acaba sintiendo una enfermiza dependencia de ella, que pone en cuestión la vida burguesa que el abogado lleva. Finalmente Miriam muere (o se suicida) y deja huérfano al hijo (probablemente el hermano del abogado). Él trata de ayudarlo con dinero durante su juventud, pero sin atreverse a llevarlo a su casa.

      El estilo que utiliza Cueto es bastante simple. Se basa en gran parte en los diálogos, que tienen un trazo de oralidad cotidiana. No hay en esa novela una prosa característica de un autor inolvidable. Por otra parte, la novela está llena de detalles que no llevan a ninguna parte, incluido el viaje a Ayacucho del abogado, o el personaje Guiomar, una misteriosa chica que aparece y desaparece sin influir en la trama. Es como si Cueto hubiera tratado de escribir más hojas, o pagar con alusiones.

      La novela en general se deja leer, pero no es una obra inolvidable. Una chica misteriosa (aquí hay dos) siempre resulta atrayente. Pero no hay gran cosa aparte de eso para mantener la intriga

domingo, 16 de marzo de 2008

El último encuentro, de Sándor Márai

por Maester

"El último encuentro" es un libro con un planteamiento aparentemente simple: narra, en una sola voz, el encuentro de dos viejos amigos cuarenta y un años después de la última vez que estuvieron juntos. Desde que algo, que poco a poco vamos primero adivinando y progresivamente entendiendo, los separó.

Pero el final es algo secundario, lo importante es seguir el relato de un hombre que busca explicaciones a unos hechos que marcaron su vida desde entonces. Márai describe con maestría el escenario: ese viejo salón de un viejo castillo de caza al pié de los Cárpatos, reflejo de la decadencia de una época que se va perdiendo en el tiempo, como los mismos protagonistas. La historia que avanza mientras la noche cae. Un retrato de una época, de dos maneras de vivir y de ser, unidas por la amistad. Un retrato de dos hombres que han vivido para llegar a este momento. Para saber la verdad.

Un creador extrordinario de atmósferas, que te coloca allí como si estuvieses entre el público, viendo una escena de una obra de teatro. Descripciones precisas, tajantes y breves, pero minuciosas en lo esencial. Un monólogo lleno de melancolía y belleza sobre la amistad y la lealtad , pero también sobre muchas otras cosas del hecho de vivir.

Hay tantas reflexiones y tan bien escritas que querrías copiarlas todas. (La vida se vuelve casi interesante cuando ya has aprendido las mentiras de los demás, y empiezas a disfrutar observándolos, viendo que siempre dicen otra cosa de lo que piensan, de lo que quieren en verdad...") Para tener y releer. Un libro inolvidable. Una obra maestra.

sábado, 15 de marzo de 2008

Tunc y Nunquam, de Lawrence Durrell

por Norberto Zuretti

Es ahora…, o nunca.
Y el significado de los títulos está presente en todas las situaciones que plantea el texto. Decidir. Bien. Mal. Pero decidir. Ser. Vivir. Siempre, será ahora o nunca.


Lawrence Durrell, 1912-1990, nacido en India, vivió gran parte de su vida en Inglaterra, a pesar de no ser de su gusto este país, su vida laboral dependió de trabajos diplómaticos y agregado de prensa para los ingleses.
Su obra más famosa es la tetralogía El cuarteto de Alejandría. Se trata de cuatro novelas, Justine, Balthazar, Clea y Mountolive, escritas entre 1957 y 1960. Las cuatro cuentan los mismos sucesos, desde los distintos puntos de vista de los personajes de cada título, dándole a la historia un cierto cierre temporal en la cuarta. Sus temas principales son la condición humana, el amor, el sexo y, fundamentalmente, el entorno geográfico e histórico, al que presenta como otro personaje más, sumamente relevante.


Publicó por primera vez Tunc y Nunquam entre 1968 y 1970.
La historia se refiere a un inventor, Felix Charlock, y su conflictiva relación con una multinacional –Merlín- que lo contrata. Conflictiva porque entran en juego sus disquisiciones sobre el libre albedrío, de las que no es capaz de librarse en función de la relación que establece con esta super empresa poderosa y absorbente.
La tarea de Felix consiste en suponer que algo es posible, y entonces la empresa desarrolla la idea y lo convierte en realidad, se trate de lo que se trate. Todo se le complica al casarse con la hija del dueño, una mujer a la que no puede ni siquiera decidir qué regalarle, ya que todo lo tiene.
¿Cuál es el límite para el deseo?, pareciera preguntarse a través de las páginas y de los hechos. ¿Existe la libertad, algún tipo de libertad es posible?


Tunc.
Comienza esta novela en momentos que Felix logra fugarse de la empresa.
A través de una serie de flash back nos va contando la historia desde un principio, permitiéndonos la reconstrucción cronológica de las distintas piezas.
Felix está preparando una especie de computadora –Abel- que es capaz de razonar, va cargándola de datos, todo ello a escondidas de la empresa.
Hacia el final, la empresa lo encuentra y lo atrapa.
Durante toda esta novela Felix Charlock intenta encontrarse con Julian, uno de los dos mandamases de la multinacional, pero le resulta imposible, un juego kafkiano de situaciones se lo impiden, el encuentro se vuelve imposible y recién se concreta hacia el final.


Nunquam.
Parte luego de la charla que finalmente tienen Felix y Julian.
Julian está desesperado porque ha muerto Iolanthe, una actriz –antigua prostituta amiga de Felix- que Merlín ha catapultado al éxito internacional a través de las películas en que participa. Y ha comenzado a construir un clon de ella, y le pide a Felix que utilice a Abel para darle “vida”.
Otro desafío, y Felix lo acepta. ¿Cuál es el límite para los actos del hombre? ¿Existe alguno acaso? ¿Acaso no es elástica la moral y la ética, que se van reconstruyendo, adaptando y reformulando según los avances tecnológicos? ¿La “vida” que se le da al clon, si es totalmente idéntica a la propia vida que tenía, al punto que la copia en todo, no es también una vida propia, al margen de la manipulación humana?
Y como broche, está viviendo sus últimos momentos el segundo mandamás de Merlín, Jocas, y el sucesor puede ser el mismo Felix Charlock.


Leí prácticamente todas las novelas de Lawrence Durrell, pero me impactaron mucho los cuatro libros del Cuarteto, y Tunc y Nunquam. Esta es la tercera vez que leo estas dos últimas y, de hecho para mí, lo mejor de este autor.
Reconozco que se trata de un escritor difícil de abordar. El exceso de personajes, el despliegue inusual de situaciones que siempre tienen que ver con la situación principal, la profundidad casi exagerada en las descripciones del entorno que se transforma así en otro ser viviente, la necesidad imperiosa de relecturas para ubicarse ya que sus relatores no dicen desde dónde narran, tan sólo lo hacen y el lector debe descubrir su ubicación en el tiempo y en la historia. Sus sorprendentes planteos filosóficos, el carácter casi poético que le da a la prostitución en aquella época, los personajes que rondan imposibles pero igualmente se van construyendo su propia realidad, la historia del mundo de afuera que se va colando en la de la narración.
Me resulta un artesano Lawrence Durrell, porque me produce placer descubrir cómo va armando lo que cuenta, qué importancia le otorga a cada distinto elemento, hasta aquellos que parecen los más intrascendentes, qué reales y creíbles y odiados o queridos terminan siendo sus personajes. Todo esto me atrapa al punto que leo sintiéndome parte integrante de la historia que está narrando.