jueves, 7 de febrero de 2013

HAROLDO CONTI



“Como si cantaras en medio de un camino”



Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente. Pero el mundo está tan lleno de vida, de cosas y sucesos, que tarde o temprano vuelvo con un libro. Entre la literatura y la vida, elijo la vida. Con la vida rescato la literatura; pero aunque no fuera así, la elegiría de todas maneras.

Haroldo Conti



 Las historias que Haroldo Conti nos narra son botecitos que navegan en aguas sigilosas, van tomando el rumbo que les indica el suave trazo de la pluma. Se hace camino al andar. Esto no significa que el autor haya improvisado sus textos; es necesario trabajar mucho para alcanzar la sencillez; mejor dicho, la aparente sencillez de una prosa que suena como una respiración del alma.

Ninguna ficción es rigurosamente autobiográfica. Sin embargo, uno tiene la certeza de que Conti se muestra en su obra muy transparente, de que es auténtico a la hora de contar. Y aunque el lector conozca poco o nada de su historia, le cree, se entrega como si le estuvieran revelando pedacitos de una vida.




De Chacabuco hasta algún lugar


 


Haroldo Conti nació en Chacabuco, provincia de Buenos Aires, en 1925. En 1938 entró en el Colegio Don Bosco, de los salesianos; después completó su formación filosófica en el Seminario Metropolitano Conciliar con los jesuitas. Abandonó los estudios religiosos y llevó una vida bohemia que alternaba con sus estudios en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, en la que se graduó en 1954. Fue maestro rural, empleado bancario, piloto civil, navegante, guionista de cine. Construyó barcos y escribió libros. Colaboró en la revista Crisis y viajó a Cuba, donde participó como jurado del Premio Casa de las Américas.

En mayo de 1976 un Grupo de Tareas de las Fuerzas Armadas se lo llevó de la casa en la que vivía con su mujer y uno de sus hijos. Hasta hoy, su nombre figura en la lista de desaparecidos.



“Que nadie recuerde tu nombre, sino esa vieja y sencilla historia”


 


Tanto sus novelas como sus cuentos nos revelan anécdotas chiquitas que huelen a verdad, aunque es probable que detrás se esconda, en muchos casos, un tejido fabuloso. Conti es un escritor querible, quizá porque sus personajes se dejan querer, aunque no busquen eso (pues ignoran que son “observados”: se saben demasiado humildes como para pensar que alguien puede fijarse en sus rutinas, en sus vidas de pueblo, de río, de campo). No son las acciones lo que nos atrapa en cada historia: es el clima y la voz que lo va creando.

Los cuentos de Haroldo Conti están lejos de haber sido escritos bajo las clásicas reglas modeladoras. No pueden encasillarse, porque carecen de una estructura clara. Digamos que no se nota la técnica. Cuando hablo de estructura me refiero a esa idea de que el cuento se compone de una situación inicial, el nudo o conflicto y por último el desenlace.



Armar esta reseña sin presentar ejemplos de su prosa es como explicar la natación sin tocar el agua, de modo que aquí van estos fragmentos del cuento que se titula “Todos los veranos”:



 “Aquellos ojos estaban ahora vacíos y todo su rostro respiraba una profunda tristeza. Detrás de sus palabras y sus gestos habitaba la misma melancolía que en el corazón de mi padre. No era la vejez, porque ninguno de los dos era realmente viejo, sino ese humor vagabundo que les viene del río y que los penetra como la humedad. Algo que se apodera de uno poco a poco y que está en los barcos y las islas y la costa. Sobre todo en ese ancho río que se pierde en el horizonte hacia el sudeste, contra el cielo impreciso del atardecer.”

[...]

“Al término de la semana mi padre comenzó a preparar las líneas de los peces de verano. Pero su cabeza, o mejor dicho su corazón, estaba en otra cosa. Así fue que después de unos días abandonó las artes de la pesca y con el mismo entusiasmo se dedicó a cambiar el aspecto de la casa como parte de un plan más vasto destinado a cambiar su propia vida. Siempre que el viejo decidía cambiar de vida comenzaba por cambiar cualquier otra cosa. Generalmente no terminaba de hacerlo con ninguna de las dos. De manera que abandonó la casa por los canastos de mimbre [...] Parecía realmente entusiasmado con el asunto. Pero tampoco en esto estaba su corazón, como no fuera en el cambio mismo, mientras la vida brotaba por todas partes a empellones cercándonos con una muralla verde poblada de extraños rumores”.

[...]

“Ahí está mi padre, en el recuerdo, apenas desdibujado por los años, chapoteando bajo aquella lluvia al parecer interminable. Lo veo pasar ahora mismo, una y otra vez, cubierto con aquel capote que olía a humedad, atareado en cosas incomprensibles, deteniéndose de tanto en tanto para observar el cielo o escuchar un ruidito”.



Muchas imágenes me vienen ahora a la mente, cosas aparentemente insignificantes, pero que esconden, como un enigma, la esencia de esos seres de Chacabuco o de Bragado. Transcribo un fragmento del cuento “Mi madre andaba en la luz”:



“A decir verdad, la casa ya era una ruina cuando vivía el viejo, que se pasaba la mitad del tiempo arreglando el techo, construido con chapas de segundo clavo, y al final se le dio por quedarse arriba porque desde ahí se veía todo diferente y hasta una vez la obligó a subir a la pobre vieja. De ahí le vino en parte lo de “Loco” Seretti. Uno pasaba por el camino y ya de lejos lo veía parado sobre la casa como un espantapájaros. La Angelita Tesorieri puso el grito en el cielo el día que el viejo vio desde arriba cómo se la culeaba el morocho Villafañe, el viajante de la tienda Galli, de Chacabuco, detrás del galpón de los Medina. El viejo no vio nada de facto porque miraba simplemente para el lado de Irala, pero la Angelita empezó a joder con que andaba de bombero metiéndose en lo ajeno. El viejo, cuando se enteró, dijo, por todo comentario, que él era tan dueño de andar por el techo de su casa como la Angelita de que le rompieran el ajeno cuantas veces quisiera.”



Sin intensidad y con una gran carga poética, las historias nos dejan un sabor melancólico, y añoramos un pasado que no vivimos nunca, un pasado que acaso nos hubiera gustado descubrir. Conti se maneja con un lenguaje sencillo, y quizá por eso mismo deleita, porque logra imágenes, metáforas, párrafos inolvidables narrando como si hablara para los amigos o para lubricar su propia memoria. Quién mejor que el autor para explicarlo: “No sé si tiene sentido pero me digo cada vez: contá la historia de la gente como si cantaras en medio de un camino, despojate de toda pretensión y cantá, simplemente cantá con todo tu corazón: que nadie recuerde tu nombre, sino esa vieja y sencilla historia.”

Y aunque en apariencia siempre nos habla del río y de barcos y de hombres que se asemejan bastante unos a otros (acaso porque están unidos por un mismo destino gris), los matices son distintos en cada anécdota. Aun cuando un mismo personaje vuelve a aparecer, saltando de una historia a otra, o de un cuento a una novela como en el caso de Oreste, las cosas son enfocadas desde otro ángulo y es como si girásemos en torno de un pueblo complejo en sus particularidades, tan complejo que nunca lo alcanzamos a conocer cabalmente.

No parece suceder mucho en cada cuento, y tarde o temprano comprendemos que la vida está en los detalles, en los gestos, en las torpezas o tristezas de Polo o del tío Agustín.

Conti ha sido capaz de rescatar su infancia en imágenes memorables; ha sabido decir mucho y muy bien sin necesidad de salirse de ciertos límites de tiempo y espacio, de cierta flora y cierta fauna. Me gusta pensar que todo lo que cuenta lo ha vivido, aunque, como dije antes, hay sin duda en su prosa una rica imaginación.



Obras y premios




En 1962 ganó el Premio Fabril con su primera novela, Sudeste

Con el libro de cuentos Todos los veranos, publicado en 1964, recibió el segundo premio Municipal.

En 1966 publicó la novela Alrededor de la jaula, que obtuvo el premio de la Universidad de Veracruz (México).

Su libro de cuentos Con otra gente se publicó en 1967.

En 1971, su novela En vida recibió el premio Barral en España de manos de un jurado integrado por Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa.

De 1975 son su libro de cuentos La balada del álamo carolina y la novela Mascaró, el cazador americano, que recibió el premio Casa de las Américas. Este libro lo gestó del mismo modo que a los personajes: en un deambular entre el Delta, Buenos Aires y Chacabuco.



Publicado por Daniel

3 comentarios:

MAT dijo...

HAROLDO cONTI TAMBIÉN ES EXCELENTE. YO RECIÉN LO CONOCÍ HACE UN AÑO. ESAS DESCRIPCIONES QUE HACE DEL TIGRE, LA RELACION CON EL PADRE, EL CUENTO lOS NOVIOS, ME ENCANTÓ.

Anónimo dijo...

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